La Paradoja del Caribe


Si no quiere usted leer hoy nada que lo obligue a pensar fuera del cajón de trivialidades que circulan por ahí en Twitter como si fuesen ideas, está en su derecho y puede hacerme a un  lado de una vez.  Igual, este fin de semana quiero discurrir sobre  el hecho de que casi cualquier explicación,  basada exclusivamente en lo cultural, de la actual ola de “neo-populismo” que ha barrido Suramérica en los recientes lustros se estrella contra “el acertijo del Caribe”.También llamada  “el acertijo del Caribe”,  la  paradoja de mi título no es un personaje de la serie Batman: es un “contraejemplo” esgrimido por la moderna historia económica de nuestras naciones.
Un tópico frecuentado por los críticos de los populismos latinoamericanos es el asunto ese de las instituciones anglosajonas y su relación con el desarrollo económico.
Según la versión canónica del argumento, los hispanoamericanos somos hijos del rey Felipe II y de la Contrarreforma y por eso carecemos del talante laborioso  y ahorrativo propios de países acumuladores de riqueza como Inglaterra y la Europa protestante.
No tuvimos, se nos dice,  la dicha de heredar instituciones como las de los británicos y holandeses, como las de los gringos y, en menor medida,  las de los siempre desteñidos canadienses.  Llegado aquí, el argumento invoca invariablemente el texto clásico de Weber sobre el protestantismo y el origen de la ética capitalista.
Otro modo de señalar las diferencias atiende a que en la América del Norte hubo “padres fundadores”, severos varones creadores de riqueza que redactaron constituciones cortas , sensatas, transparentes y  llamadas a perdudar, mientras que nosotros sólo tuvimos una parva de héroes militares inclinados a disipar en guerras, no sólo su patrimonio familiar, sino también el de sus terruños: seres  por lo general incomprendidos por sus contemporáneos y cuyos ideales han sido traicionados por quienes vinimos luego.   El inconducente Simón Bolívar es el arquetipo  de estos creadores de repúblicas aéreas.
Quienes vinimos luego, en efecto,  no hemos parado de redactar,  rehacer, violar y volver a redactar  farragosas, oscuras y tramposas constituciones que nadie respeta y que, en cada ocasión, halan la brasa hacia la sardina del caudillo metido a legislador.
Durante el proceso, que nos ha tomado ya doscientos años,  hemos olvidado cómo crear riqueza y criado, en cambio,  el feroz talante redistributivo de lo ajeno propio de nuestros populismos.
2.-
La verdad, la conseja sobre las instituciones que nunca nos dimos brinda muchas explicaciones que, a simple vista, lucen suficientemente zanjadoras. Y es aquí donde la paradoja del Caribe viene a inquietar a quienes se contentan con proposiciones que, sin mayor examen,  “suenan bien”.
Ante una proposición cualquiera, el paquete axiomático de toda disciplina formal, ya sea análisis clásico, álgebra lineal o geometría diferencial,  permite asegurar que la proposición es falsa si es posible construir –esto es, si es posible mostrar – un contraejemplo que la invalide.
Es fácil ver que, una vez construido un contrajemplo, la proposición pierde todo su aplomo y no queda más remedio que desecharla por completo y volver a pensar. Se dice rápido, pero no siempre es cosa fácil.
No siempre resulta provechoso trasladar los métodos de las disciplinas formales, como las matemáticas, a las que pretenden lidiar con la escapadiza realidad del mundo económico. Ello es así porque en el mundo real no cabe elucubrar contrajemplos sino, sencillamente, dar con ellos.  Pero cuando aparece uno, llega la perplejidad.
Esto es lo que, sin más, ha ocurrido con el manoseado tópico de las instituciones anglosajonas: diversos estudiosos, cada quien por su lado, han hallado últimamente un contraejemplo que, ciertamente, da mucho que pensar.
Se trata de las islas del Caribe anglófono, antiguas posesiones británicas que, al serles concedida la independencia en los años sesenta del siglo pasado, heredaron las pelucas y las togas que usan los jueces del Old Vic londinense.
3.-.-
Hoy día, es dable  asistir a una audiencia en cualquier tribunal de  Barbados o Jamaica y encontrar la sala llena de litigantes y jueces, casi todos ellos bastante pasaditos de horno, pero todos con peluca y toga ribeteada.  ¿Qué puede enseñarnos esa visita sobre la presunta estrecha relación entre el derecho consuetudinario británico y el desarrollo pleno de las potencialidades  productivas en esas islas?
Adviértase de nuevo que todo lo que se ha dicho acerca de la estrecha relación entre la Contrarreforma de los siglos XVI y XVII y nuestras tan falibles instituciones se desgaja de nociones convencionales sobre la Revolución Industrial y el fin de la Guera de los Treinta Años: los países capitalistamente exitosos fueron los que se hicieron de una ética protestante, como Holanda e Inglaterra,  y los desastrosos fueron los países católicos europeos. Para el caso que nos atañe, países como España.
Estirando el punto   hasta hacerlo dogma, con él suele explicarse  porqué los Estados Unidos son prósperos, individualistas  y dominantes  mientras que sus vecinos somos pobres, gritones, resentidos…y, para nuestro mal, estatistas, colectivistas y redistributivos.
Lo cierto es que cualquier explicación del presente basada exclusivamente en lo cultural tendrá que habérselas con lo que autores como Sebastian Edwards han llamado “el acertijo del Caribe”.
Muchas naciones del Caribe fueron colonizadas por la misma gente que colonizó el norte de América y heredaron de ella las mismas instituciones.  Y, sin embargo, su desempeño económico , y su vida material; en fin, su lamentable despelote mestizo, su calipso de calamidades,  se asemeja hoy mucho más al de las naciones suramericanas y a sus pares insulares de cultura latina que al de Estados Unidos o Canadá.
¿Significa esto que las explicaciones “culturales” deben ignorarse?   En modo alguno, me apresuro a decir:  la paradoja de las naciones anglófonas del Caribe sólo significa…lo que significa.
Y basta por hoy.

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